lunes, 29 de septiembre de 2008

Paul Newman

El viento siempre sopla a favor de quien sabe navegar
Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes








martes, 9 de septiembre de 2008

La estética de Sørensen


Hasta el 16 de septiembre se expone en el convento de Santo Domingo de La Laguna, una colección de la obra del pintor danés, aunque afincado en Andalucía, Arne Haugen Sørensen, titulada Petite mort-grande mort. La muestra recoge diferentes acrílicos, óleos, litografías... de diversos años aunque con temática y estilos similares. La exposición ya ha pasado por el CAAM de Las Palmas y es una magnífica oportunidad para conocer la espléndida paleta de este artista nacido en 1932 y considerado el pintor danés vivo más importante del mundo contemporáneo.

martes, 19 de agosto de 2008

Los colores de mi hijo

En julio de 2006 publicamos un texto de Indira Páez que ha sido motivo de innumerables visitas. Debido a que hace unos meses cambiamos de dirección web, hemos creído conveniente volver a publicarlo en nuestra nueva dirección y con él despedirnos hasta septiembre. Disfrutad del texto que es una pequeña maravilla. Y gracias a Daniel, que en su momento nos lo brindó desde Venezuela por los vínculos que le unen a la escritora.
LOS COLORES DE MI HIJO, por Indira Páez
Yo nací en una casa de lo más multicolor. Y no, no me refiero a las paredes. Esas eran blancas, como las de cualquier casa de Puerto Cabello en los setenta. Mi casa era multicolor por dentro. Y es que mi mamá es de piel tan clara, que sus hermanos la bautizaron “rana platanera”. Y mi papá era de un trigueño agresivo, con bigote de charro, sonrisa de Gardel y cabello ensortijado, estirado a juro con brillantina. La vejez lo ha desteñido, a mi papá. Como si la melanina se acabara con el tiempo. Como si los años fueran de lejía. De esa mezcla emulsionada salimos nosotros, cinco hermanos de lo más variopintos. Mi hermano mayor, vaya usted a saber por qué, parece árabe. Ojos penetrantes, nariz aguileña, frente amplia y cabello rizado (cuando existía, pues ahora ostenta una calvicie de lo más atractiva). Le sigue una hermana preciosa, nariz perfilada, pecas, ojos inmensos, sonrisa como mandada a hacer. Castaña clara y de cabello cenizo. Se ayuda con Kolestone, vamos a estar claros. Pero le queda de un bien que parece que hubiera nacido así. Al tercero, extrañamente, le decían “el catire”. Nunca entendí por qué, con ese cabello de pinchos rebeldes que crece hacia arriba. Eso sí, tan rana platanera como la madre. Yo soy trigueña como mi padre, y mi nariz delata algún ancestro africano por ahí. Y mi hermana menor es pecosa y achinada, como si en algún momento los genes se hubieran vuelto locos y por generación espontánea hubieran creado una sucursal asiática en la casa. Así, los almuerzos en mi casa parecían más una convención de las naciones unidas que otra cosa. Claro que yo jamás me di cuenta de eso. Para mí eran almuerzos, punto. Con el olor inenarrable de las caraotas negras de mi mamá y las tajadas de plátano frito que se hacían por kilos. De chiquita nunca entendí por qué en el colegio de monjas un día una niñita me preguntó si mi papá era el chofer. Tampoco supe por qué no lo habían dejado entrar a cierto local nocturno muy de moda en los ochenta. Yo jamás me fijé en los colores de mi familia. Mi papá, mi mamá y mis hermanos, siempre fueron exactamente eso: mi papá, mi mamá y mis hermanos. Cuando yo era chiquita pensaba que los colores los tenían las cosas, no la gente. No entendía por qué a algunos les decían negros si yo los veía marrones, y a otros les decían blancos si yo los veía como anaranjado claro tirando a rosa pálido. Y menos aún entendía por qué aparentemente y para muchos adultos, era mejor ser “blanco” que “negro”. Una vez mi papá se comió un semáforo y alguien le gritó: “¡negro tenías que ser!”. Yo me quedé estupefacta al descubrir que los “blancos” jamás se comían los semáforos. Así las cosas, comenzó en mi adolescencia una suerte de fascinación por aquello de los colores de la gente, las etnias, las razas y esos asuntos que parecían importar tanto a la humanidad. Tanto, que hasta guerras entre países generaba. Tanto, que se mataba la gente por asuntos de piel. De genes. De células. De melanina. Yo buscando vivencias reales, y con lo enamorada que soy, tuve novios marrones, rosados, amarillos y uno hasta medio verdoso. Me casé con un italiano y tuve una hija que parece una actriz de Zefirelli. Y finalmente me enamoré hasta los huesos y me casé otra vez. Con un marrón. Un marrón de esos que la gente llama “negro”. Una tía abuela me dijo cuando me casé: “ni se te ocurra tener hijos con ese hombre, porque te van a salir negritos”. A mí no me cabía en la cabeza que a estas alturas de la historia universal, alguien pudiera hacer un comentario como ese. Pero mi tía tiene 84 años, y uno, a la gente de 84 años, le perdona todo. Hasta el racismo. Como soy bien terca salí embarazada de mi esposo marrón. El embarazo fue una montaña rusa total, así que cuando nació mi hijo, sano, con diez deditos en las manos y diez en los pies, un par de ojos, orejas, boca, nariz y gritos, yo estallaba de felicidad. Y cuando uno estalla de felicidad, no escucha nada. Pero resulta que han pasado cinco meses, y aunque sigo felicísima, se me ha ido pasando la sordera. Y como soy tan bruta, no termino de entender cómo es que tanta gente, que no solo mi tía la de 84, me pregunta “¿y de qué color es el niño?”. Sí, sí, así mismo. “¿De qué color es?”. Les importa muchísimo ese detalle a algunos. Tal vez a demasiados. Una amiga de España. Una antigua vecina. Una ex compañera de colegio. Una gente cualquiera que no tiene 84 años. Una gente que, que yo sepa, no pertenece al partido Neo Nazi, ni milita en el Ku Klux Klan, ni es aria, ni tiene esvásticas en la ropa. Una gente que se ofende si uno les dice racista. Llegan así, llaman, escriben. Y lo primero que preguntan, antes de esas típicas preguntas de viejita (“¿Cuánto pesó?” “¿Cuánto midió?” “¿Lloró mucho?”), es “¿y de qué color es?”. Y la verdad, lo confieso, a riesgo de quedar como una madre desnaturalizada, es que yo no me había fijado de qué color era mi hijo. Porque cuando nació mi hija la italianita nadie me preguntó eso. Entonces no pensé que era tan importante saberse el color del hijo. Yo me sabía la fecha de su primera sonrisa. Me sabía cuándo se le puso la triple, cuándo comió papilla por primera vez. Sabía que tenía tres tipos de llanto (uno de hambre, uno de sueño y uno de ñonguera). Sabía que por las noches le gustaba quedarse dormida en mi pecho. Cosas, pues, intrascendentes. Igual con mi bebé. Ya me sé sus ojos de memoria, por ejemplo. A veces están a media asta y es que tiene sueño, pero lucha porque no quiere perderse nada. Me sé sus saltos cuando quiere que lo cargue. La temperatura de su piel, el olor de su nuca. Pero el domingo pasado me encontré a una ex compañera de trabajo que no veía desde mi preñez, y ¡zuás!, me lanzó la pregunta. “¿Ya nació tu hijo? ¿Y de qué color es?”. Me agarró desprevenida, y no supe qué responderle, pero me prometí a mí misma averiguarlo, ya que a tanta gente parece importarle el asunto. Debe ser que es algo vital, y yo de mala madre no he prestado atención a la epidermis de mis críos. Así que ante tanta curiosidad de la gente, me he puesto a detallar los colores de mi hijo. Y resulta que mi bebé es un camaleón. Sí, de verdad. Cambia de colores. A las cinco y media de la mañana, cuando se despierta pidiendo comida, es como rojo. Un rojo furioso y candelero. Después se pone como rosadito, y se ríe anaranjado. A veces pasa el día verde manzana, y me provoca darle mordiscos por todos lados. Cuando lo baño, y chapotea con el agua, se vuelve como plateado, una cosa increíble. Cuando se le cierran los ojitos del sueño, es amarillo pollito y provoca acunarlo y meterlo bajo las dos alas acurrucadito. Finalmente se duerme y, lo juro por Dios, se pone azul. Y brilla en la oscuridad. Ese es mi hijo, multicolor. Sé que va a ser un poco difícil llenarle la planilla del pasaporte, o contestarles a las ex compañeras de colegio cuando pregunten de qué color es mi hijo. Pero eso es lo que hay. Lo juro. Mi hijo es color arcoiris.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Un cubo de agua y luz





Si a alguien le quedaba duda de las intenciones de China en relación con los Juegos Olímpicos en lo que a imagen internacional se refiere, es que aún no se ha despertado del efecto de la gala de apertura o del impresionante estadio olímpico. Pero el nido de pájaro no es el único emblema de estos juegos. A su lado -está levantado justo al lado- se ha construido uno de los edificios más sobresalientes de la arquitectura internacional contemporánea. Se trata del Centro Acuático Nacional, más conocido como Cubo de Agua, un espectacular cubo traslúcido que semeja el efecto que produce el agua desde su interior, como si uno estuviera observando el mundo desde dentro del agua de la piscina. Esta obra, ideada por el arquitecto australiano John Pauline puede llegar a acoger hasta 17.ooo espectadores, se ha levantado sobre 6.700 toneladas de acero y ha costado 4 años levantarlo. Desde su interior el impresionante techo deja pasar la luz natural. En el exterior, de noche, el juego de luces deslumbra a cualquiera.
Si alguien albergaba alguna duda sobre los chinos y su empeño en proyectarse al mundo con modernidad, que se dé un paseo por las sedes olímpicas.

sábado, 9 de agosto de 2008

Y el estadio se hizo luz




Por fin. Después de años viendo cómo se levantaba su enrevesada arquitectura, ayer pudimos ver en todo su esplendor el nuevo estadio nacional chino, conocido desde hace ya tiempo como nido de pájaro, por su evidente parecido. La obra de los arquitectos suizos Herzog y de Meuron es un increíble juego de líneas tangenciales que conforman el que hoy por es, sin duda, el estadio más bonito del mundo.

sábado, 26 de julio de 2008

Una delgada línea musical


Hace ya 10 años. En 1998 se estrenaba La delgada línea roja, la película que devolvía al mundo del cine al director Terrence Malick, ausente de él durante años. Habrá a quien no le gustara, no es mi caso. A otros les pareció una obra maestra. Lo que nadie duda es que estaba acompañada por una partitura magistral, obra del irregular pero buenísimo Hans Zimmer, autor de las músicas de las dispares El rey león, Paseando a Miss Dasy, Gladiator, Piratas del Caribe, El código da Vinci... o incluso de la recién estrenada Kung Fu Panda.
Hace 10 años. Merece ser escuchada de nuevo.
Pincha en los enlaces si quieres ver temas relacionados:

domingo, 20 de julio de 2008

Lugares donde perderse: el Pirineo aragonés


No quedan ya muchos, no. Perderse hoy en día no es fácil. La gente, el ruido, la prisa... están en todas partes y pocos son los lugares en los que encontrar reposo y tiempo para pensar, o para no hacerlo. Este verano proponemos un lugar espléndido: el Pirineo aragonés. El que no haya estado ya está tardando.